Mi burrito negro
Contaba mi padre, que cuando nació mi hermano mayor
José Luis —su primogénito— allá por el año sesenta, el primer nieto de mi
inolvidable abuelo Miguel Medina, a quien conocían en el pueblo como «El Mono»,
por su carácter bonachón y palomilla, éste le regalo un pollinito recién
nacido; este animalito era muy peculiar, pues era de color negro retinto, sólo
tenía blanco el hocico y la parte baja de la panza; un regalo por demás valioso
en el campo, pues un burro es de mucha ayuda en el transporte de carga de las
cosechas de la chacra y para halar el arado y preparar los campos para la
siembra.
Conforme pasaban los años, mi hermano crecía y,
paralelamente también, el burrito negro, que llegó a ser un hermoso ejemplar,
bastante desarrollado y obediente; pues al escuchar el silbido de mi hermano,
cual si fuera un perro, trotaba hacia donde él se encontraba. Era la envidia de
los chacareros vecinos, por su porte y garbo al caminar, así como por su
fortaleza a la hora de arrastrar el arado o transportar sobre su lomo los sacos
de camotes, choclos, sandías o zapallos de la chacra hacia la casa; los cargaba
como si se tratara de sacos de paja seca. En el campo, todos querían tener
crías de «Lupo», tal era el nombre que le habíamos puesto a nuestro burrito negro,
y lo llevaban a sus burras para mejorar la raza; algunos campesinos creían que
mi burrito Lupo era burro «hechor» —cruce de caballo con burra— por la talla,
fuerza y, además, por su pelaje brilloso y negro retinto (azabache).
Pasa el tiempo y tenía yo unos ocho años de edad
cuando ya montaba al anca a mi burrito negro junto con mi hermano Lucho; nos
íbamos a la chacra a cortar leña o a recoger pasto verde de «elefante» y sudán
para las vacas lecheras, y era toda una odisea, ya que nuestro burrito era muy
«garañón», y teníamos que ir muy bien agarrados al sillón, ya que de pronto
emprendía veloz carrera detrás de alguna burra de las chacras vecinas; y en más
de una oportunidad no respetó la jáquima, el freno, ni la «algarrobita», un
fuete de cuero que siempre llevábamos para guiarlo cuando se ponía especial.
Mi hermano creció y llegó a terminar la secundaria, se
fue al Ejército a servir a la Patria, y me quedé solo con mi padre, quien
trabajaba todo el día en el molino de arroz, en los quehaceres de la chacra; y
yo, por ley, tenía que montar a mi burrito negro -que en más de una oportunidad
me dejó caer— para ir a cargar agua al río Chira o para recoger la leña y el
pasto.
Transcurre el tiempo y, en el pueblo, «Lupo» ya tenía
varios retoños, pero ninguno era en todo parecido a él, sólo el color negro le
heredaban; hoy en día, estoy convencido que mi burrito era único, era especial,
que no hubo, no hay, ni habrá otro ejemplar como éste.
Un día, en la chacra y al atardecer, mientras dormía
la siesta debajo de un algarrobo, tuve un sueño premonitorio. Desde hacía
varios días, había notado a Lupo un poco decaído, ya no quería casi comer, pero
igual cumplía con su tarea de llevar el pasto sobre su lomo sin pujar, ya casi
no rebuznaba. Soñé que cabalgaba sobre Lupo con dos tercios de taralla de maíz
verde y fresca; de repente, Lupo se detiene en seco y virando el cuello hacia
mí, para mirarme, me habla diciéndome: «Yo cargo todos los días el pasto, el
agua, la leña y siempre como paja o taralla secas, nunca me has dado hierba
fresca ya que siempre se la han echado a las vacas y cabras lecheras; hoy en la
tarde ... quiero un poco de taralla verde». De pronto, asustado, me desperté
del sueño y procedí a recoger la taralla recién cortada para cargarla sobre
Lupo y regresar a casa; eran casi las seis de la tarde, cabalgaba reflexivo,
pensando en el misterioso sueño. La hora de echar pasto había llegado,
distribuí para las vacas, las cabras lecheras, las ovejas y, recordando el
sueño de la tarde, le eché un poco de taralla verde y fresca a Lupo, el cual
como agradeciendo me miró, paró las orejas e intentó rebuznar...
La noche llegaba con su manto misterioso y la penumbra total
invadía el ambiente; con mis padres y mis hermanas cenamos a la luz de la
lámpara de kerosene, ya que no había luz eléctrica en el pueblo. Por aquel
entonces, transcurría la década del setenta; después de escuchar las noticias
en la vieja radio Sanyo a pilas y de escuchar algunas historias de duendes,
animitas en pena y de brujas, que mi padre solía contamos a solicitud nuestra,
nos fuimos a dormir....
En el campo, el día empieza muy temprano para los campesinos,
a las cinco de la mañana. Como de costumbre, me levanté muy prontamente para ir
al corral, a ver si habían parido las cabras o las ovejas y sacar la leche a
las vacas para ganar tiempo al día. Muy presuroso, paso cerca donde estaba
echado Lupo, sin percatarme en un primer momento que no había comido nada.
Estaba ordeñando las vacas cerca y descubro que no se movía, lo miro
detenidamente, dejo de lado el balde con la leche y me acerqué a él, lo llamo,
lo muevo con el pie, pero nada, estaba tieso... Grite con todas mis fuerzas:
—¡Papáaa, papá! ¡Ven pronto, papá!
Mi padre llegó corriendo donde me encontraba, mientras yo lloraba
a gritos y le decía:
—¡Papá, papá, se murió Lupo! ¡Se murió, papá!
Mi padre, un hombre formado en los avatares del campo y la
vida dura, no ocultó su pena y un par de lágrimas rodaron por sus mejillas; más
aún cuando entre sollozos le conté el sueño que había tenido la tarde anterior
en la chacra; suspirando le decía:
—¡Papá, yo lo sabia, Lupo se iba a morir y no te lo dije,
papá, ¡yo lo sabía! ¡Perdóname, perdóname!
Mis hermanas y mi madre, al escuchar los gritos, salieron
corriendo al corral; nos vieron a mí y a mi padre arrodillados junto a Lupo,
tratando de reavivarlo, pero era inútil: estaba muerto... Todos sollozábamos,
pues de una u otra forma, todos le teníamos un cariño especial. Con la ayuda de
los vecinos arrastramos a mi burrito negro hacia un descampado cerca de la
loma, cavamos un enorme hueco y lo enterramos; pues, hasta los vecinos
comprendían el cariño y respeto que le teníamos a Lupo, qué íbamos a permitir
que las aves carroñeras —gallinazos y buitres—o los perros callejeros lo devoraran...Y
como si fuera un ser humano, después de enterrarlo, amarramos dos palos
formando una cruz y la paramos sobre su tumba...
Hoy, a pesar del largo tiempo transcurrido, cuando por algún
motivo, todos los hermanos, que viven ya fuera del pueblo, que están casados y
con hijos y hasta con nietos, nos reunimos en familia, en la casa de nuestros
padres en el pujante Distrito de Tamarindo, —donde gracias a Dios aún viven—
nos ponemos a recordar nuestra infancia y adolescencia; y es tema significativo
hablar de nuestro burrito negro, y nos conforta aún ahora el decir que: «¡Como
Lupo no hubo ni habrá jamás otro igual, seguro que no!»
1 comentarios:
Un historia de familia, una anecdota que la magia de la literatura recrea, es una de las historias que mas ha calado y mas logros ha tenido durante la aplicacion en el Plan Lector., pr el profundo mensaje de amor por la naturaleza, los animales y el irrestricto cariño y estrecho vinculo que se forma entre el poblador y sus animales de trabajo.....
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