Tamarindo un Distrito Hermoso

Tamarindo un Distrito Hermoso 



Tamarindo se creó en 1920, siendo su primer alcalde Don Genaro Medina López. Cuentan que se pobló con gente que vino de Tangarara, eran “arrieros” trayendo sus mercaderías en piaras hacía Malcas (Talara) y al pasar por estas tierras pobladas de tamarindos, descansaban bajo la sombra de estos frondosos árboles y con el tiempo se quedaron a vivir aquí, llamando a este lugar Tamarindo.

El centenario pueblo de Tamarindo tiene no solo un valioso pasado histórico sino transmite variadas leyendas y creencias, contadas por sus antiguos pobladores de generación en generación como la de los brujos que aparecían por las noches en forma de animales espantando a las personas, allá por las décadas de los 50, 60, 70 y 80, en un pueblo que vivía a oscuras, o la de los arrieros que pasaban por la antigua carretera Panamericana rumbo a Talara y que descansaban en un frondoso árbol de tamarindo. O la historia de Santo Papita –una imagen de San Pedro muy milagrosa- con muchos devotos hasta la actualidad, que fue encontrada por un campesino luego de una creciente del río Chira; entre ellas muchas historias más.

 Luego de muchos años de esfuerzo de sus moradores y con el apoyo de las autoridades departamentales, Tamarindo fue elevado a la categoría de distrito, el 28 de agosto de 1920. Y el 20 de octubre de 1945 fue reconocida oficialmente la comunidad campesina de Tamarindo dejando de pertenecer al Distrito de Amotape.

Cuenta actualmente con servicios de salud, educación, electricidad, agua y desagüe. Una vistosa plaza de armas es el lugar obligado de paseo para los tamarindeños; en décadas pasadas, ancestrales faroles iluminaban esta plaza cada noche.
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Mitos Y Leyendas De Tamarindo

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El animita desconocida






Contaba mi difunto abuelo que, en sus años mozos, a su gran amigo y compadre el «Loco Infante» le ocurrió un hecho por demás curioso, con el animita que el pueblo conocía como el «Animita del Desconocido» o «Animita Desconocida». Así se le llamaba al cadáver de una persona cuya identidad se desconocía, ya que nunca se llegó a saber quién era ni de dónde era, pues lo encontraron muerto en el camino que da acceso al pueblo de Tamarindo.
Su compadre —narraba mi abuelo— le llamaban en el pueblo «El Loco Infante» por cariño, debido a su carácter alegre, • despistado y juguetón.
 En una ocasión se tomó unas copas de más en el caserío de Montelima, distante de Tamarindo unos cinco kilómetros. Y ya era bien entrada la noche cuando decide retornar a su casa; para ello debía obligadamente pasar por donde se encontraba el nicho de la «Animita Desconocida», en donde siempre había unas velitas encendidas y las flores frescas no le faltaban debido a que los campesinos del pueblo le atribuían muchos milagros y hechos sobrenaturales, la respetaban mucho. El popular «Loco Infante», cuando se encontraba tomado no entendía de animitas en pena, brujos ni curanderos, no creía en nadie; así que se pone en camino y zigzagueando avanza y avanza, cuando de pronto ya se encontraba frente al nicho del anima desconocida y para comprobarse a sí mismo que no tenía miedo, decide descansar un rato sentado en las banquetas del nicho, quedándose profundamente dormido y entre sueños abraza con fuerza la cruz del mismo. 

Cuando se despierta, ya aclarando el día, decide continuar con su camino; mas, de pron
to, se busca en los bolsillos y se da cuenta que no tenía ni un solo centavo, estaban vacíos y dice para sí: «Yo, ayer tenía varios centavos y ahora no tengo nada, me han robado»; retornando a la posición donde durmió, y como buen hombre de campo decide buscar las huellas de alguien que mientras él hubiese estado dormido le hubiera robado; pero nada de nada, ni un solo rastro, ni huellas de pisadas. Desanimado se dice: «Bueno, ya fui, pues» y decide continuar su camino, mira la cruz del nicho, se persigna y se percata que junto a la cruz había una latita conteniendo varias monedas; entonces, piensa en voz alta: «¡No tengo plata para el «corte»!» y recoge las monedas echándoselas al bolsillo, se planta frente al nicho del animita desconocida y le dice:

—Mira , yo no te conozco ni te he conocido, no sé quién eres tú ... Tú ya no tomas, no bailas, ya no gozas, ¿para qué quieres plata? Yo gozaré por ti.
Y de lo más orondo se va silbando.

Esa noche, el Loco Infante se daba vueltas en su tarima sin poder conciliar el sueño y si apenas lo estaba pescando se despertaba sobresaltado, pues creía ver a un hombre a quien no le distinguía el rostro, que le increpaba la acción que había hecho con el animita desconocida; pero él no le hacía caso y se envalentonaba diciendo que ningún animita lo asustaría.

Amanece y se dirige a trabajar al campo transcurriendo su jornada sin problemas, pero, al llegar la noche, otra vez lo mismo: la falta de sueño y las pesadillas. Así transcurren varios días hasta el extremo que hasta el apetito estaba perdiendo, de tal modo que se estaba consumiendo, mostrándose demacrado y enfermo, tanto por la falta de sueño como por el agotador trabajo agrícola; ya no era el mismo de antes y apenas habían pasado algunos días.
Un buen día, después de «sacar la tarea» en el campo, se sienta bajo un árbol a descansar, cuando se le acerca su compadre y le pregunta si estaba enfermo ya que se le veía muy mal su semblante y casi no hablaba con nadie.
—Todos los compañeros hemos notado que algo malo te pasa, compadre, ¿cuénteme qué le pasa?

El Loco Infante respira hondo y dice:
—Cumpa, me he portado muy mal con el animita desconocida...
—¿La del camino?
—Sí —le dice, y le cuenta todo lo sucedido con lujo de detalles...
Entonces, el buen compadre le recrimina de una manera muy amable:

—Muy mal has hecho, compadrito, a las animitas se les respeta. Usted lo sabe —y le aconseja que vaya nuevamente al nicho del animita desconocida a rezarle y a pedirle que se olvide ya de lo pasado y que lo suelte ya—. ¡Hombre, vaya pronto! Ofrézcale que le mandará a oficiar varias misas y vaya también a confesarse donde el curita a la Iglesia, pero ¡ya!... ¡Ah! y también cómprale unas flores y ve a ponérselas.
Así lo hace y como estaba tan rendido, pues ya tenía varios días sin dormir y ya con la conciencia tranquila después de haberse confesado, aquella noche durmió plácidamente, recuperando poco a poco su acostumbrada manera de ser...

Esta anécdota, que se hizo popular entre los pobladores de la zona, aumentó aún más la devoción y el respeto hacia la animita desconocida, y en cualquier fiesta que se celebra en el pueblo, sea cívica o religiosa, siempre mandan a oficiar misas por el descanso de su alma. Ha transcurrido el tiempo y en el pueblo un buen alcalde mandó a refaccionar el nicho de la animita desconocida, a quien ni la construcción de la nueva carretera asfaltada logró mover de su lugar original, ni le tocaron nada, pues prefirieron hacer un pequeño rodeo con el fin de no molestarla.

Todo esto testimonia la creencia muy arraigada entre la gente del pueblo de que pueden jugarse bromas hasta con los santos, pero con las animitas... ¡ni de vainas!... Mis respetos —dicen— y se persignan.





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El Fantasma Gigante

El Fantasma Gigante




En una época no tan lejana, en mi pueblecito natal Tamarindo, aún no se contaba con alumbrado eléctrico las veinticuatro horas del día. Entonces, soló había luz a partir de las seis de la tarde hasta las once y treinta de la noche, con sus fluorescentes y focos amarillentos, debido a que el viejo motor «Perkins», —como le llamaba el encargado de la planta eléctrica el viejo «Rembes»—, ya no daba para más.
Cuentan, que después que se apagaba la luz, el pueblo quedaba en tinieblas como «boca de lobo», y dicen los viejos que en aquellos tiempos sucedieron un sinnúmero de historias y anécdotas algunas tan fantásticas, sorprendentes y otras tan reales que con sólo escucharlas se pone la -piel de gallina».
Transcurría la década del sesenta y en mi pueblo comenzó a correr el rumor, cada vez con más fuerza, que en una de sus calles —precisamente la que lleva el nombre del Libertador bolívar— a partir de las doce de la noche, la hora «pesada» como decían en el pueblo, aparecía una enorme figura fantasmal con forma casi de persona, pero de grandes dimensiones; gigantesca y horrible, la cual como si utilizara zancos caminaba en medio de la calle y de vez en cuando se sentaba a descansar sobre los techos de las viejas casonas deshabitadas hechas de quincha y barro. Cuentan también que, en una oportunidad, jun^ jaranero borrachín de aquellos que les gustaba amanecerse, regresaba de un chicherío del barrio La Libertad; envalentonado por la chicha de jora y el aguardiente que se había tomado no dudó en cruzar la calle y dentro de su gran borrachera con la tenue luz de la luna, que agenas asomaba a través de las nubes, alcanzó a divisar la silueta gigantesca con apariencia de un ser humano, la cual estaba sentada sobre el techo de una casona con sus largos pies que rozaban el suelo. De la gran impresión .y el susto se le quitó la borrachera y como alma que lleva el Diablo, corrió y corrió hasta la plazoleta gritando que había visto un gigante que no caminaba sobre el suelo, sino que flotaba.
En el silencio de la noche, los gritos del borrachín y el ladrar de los perros despertaron a los pobladores que salieron en grupos con escopetas y machetes en mano a ver qué es lo que estaba pasando y al darse cuenta que era un «borrachito conocido» no le hicieron caso. Pero algunos campesinos, los más viejos, sí le creían, pues no era la primera persona que había visto al fantasma gigante de la calle Bolívar....
Con el pasar del tiempo, los padres, a manera de advertencia a sus hijos cuando éstos salían a la calle por las noches, les recomendaban no hacerse tarde pasada la media noche pues los podría asustar el fantasma gigante de la calle Bolívar....



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EL ÁNIMA DEL CALLEJÓN DE GUAN

EL ÁNIMA DEL CALLEJÓN DE GUAN


 



Hace mucho tiempo, en Tamarindo, los agricultores que tenían sus parcelas en una zona conocida como «Guan», tenían mucho miedo de hacerse tarde en sus sembríos, pues para llegar a dicha zona debían cruzar un callejón formado por una fila de árboles, a ambos lados del camino, en cuyo centro existía una enorme planta de tamarindo.
Tanto era el miedo que cundía entre los campesinos lugareños que nadie se atrevía a indagar más sobre dicha animita; pero, resulta que en el pueblo vivía también un chacarero borrachito y mujeriego conocido como «El Mocho Robert», en alusión a que le faltaba un dedo en la mano izquierda. Este campesino tenía sus tierras en otra área cercana al pueblo, por lo cual no tenía que cruzar el famoso callejón de Guan; pero a sus oídos llegaron los rumores del animita en pena que se aparecía en dicho callejón. Un día, cuando se encontraba con sus amigos disfrutando de una botella de salta pa’trás, en la cantina conocida como «La Cámara de Gas», hace una apuesta con sus amigos de parranda, diciéndoles que si le daban una botella del mejor aguardiente durante un mes, él descubriría dicho misterio, que él no le tenía miedo a nada ni a nadie.
Así el Mocho Robert, antes de partir a cumplir su apuesta de descifrar el misterio del animita de Guan, de un solo sorbo se tomó media botella de salta pa’trás; para darse valor cogió fuertemente su machete cañero y asegurándose el sombrero partió. Sus amigos decían entre dientes: «Es un poco loco, pero de valor y de arranque, que Dios lo cuide y que el Santo Papita y Santito Domingo lo guíen y cuiden» y se sentaron a esperar pacientemente en una ronda de va y viene la botella del calientito para el frío.
Daban ya casi las diez de la noche cuando a lo lejos, con la luz de la luna, se divisaba una silueta que se acercaba; pero entre ellos comentaban: «No es el Mocho, pues no trae sombrero», pero ya cuando estaba muy cerca los saludó y efectivamente era el mismo Mocho Robert, quien se sentó con ellos y muy orondo se sirvió un buen trago de aguardiente diciéndoles:
—Amigos míos, les contaré lo que sucedió en el callejón —de inmediato puso en medio de la ronda la famosa pañoleta blanca que le habían encargado recoger.
EL más empeñoso de sus amigos le preguntó por su sombrero y éste les dijo:
—Esperen, pues, que yo les cuente, no se desesperen... —y comenzó a decir—: Caminaba muy tranquilo por el callejón y cuando alcancé a ver el árbol de tamarindo, me puse a rezar y a pedirle a toditos los Santos que me den valor. Y me fui acercando, poco a poco, sintiendo cómo el miedo me hacía erizar la piel, sintiendo muy pesados mis pies, ¡de pronto!, alcé la mirada a la copa del árbol y pude distinguir una figura, una silueta de color blanca, casi humana, recostada en una gruesa rama, la misma que con voz gruesa y distante me saludó, como si me conociera de tiempos diciéndome: «¡Hola, Mocho Robert, eres un campesino honrado, borrachín pero honrado y de valor. Y ya que has tenido la osadía de saber sobre mi presencia en este callejón, te premiaré» Déjame tu sombrero y ven mañana muy temprano a recogerlo y donde lo encuentres haz un hueco, que un regalo para ti habré dejado y, al hacerlo, nunca más a nadie asustaré... Así que difunde en el pueblo que, a partir de mañana, ya no tengan miedo de cruzar el callejón por las noches; que, al contrario, velaré para que sus campos produzcan más...» —y, diciendo esto, de pronto, desapareció, por lo que tomé la pañoleta blanca y aquí estoy con ustedes, amigos.
Sus amigos para sí pensaban: «Está delirando» o «Está demasiado borracho y habla por hablan». Todos se levantaron y se retiraron uno a uno hacia el pueblo.
Eran casi las cinco de la mañana y el Mocho Robert ya estaba en camino hacia el callejón de Guan, con su machete cañero en una mano y en la otra su lampa Chirampo. «Voy a buscar mi sombrero» decía para sí. Llegó junto al tronco y cerca de éste se encontraba su inseparable sombrero. «El Animita me dijo que hiciera un hueco donde encontrara mi sombrero». Incrédulo, pero emocionado, empezó a cavar. Tan concentrado estaba que un fuerte ruido lo sobresaltó: su lampa había tocado algo metálico; siguió cavando con más ganas hasta lograr desenterrar un hacha ya sin mango y corroída por el óxido. También encontró una palana y un machete que se conservaban en buen estado. El Mocho Robert, muy alegre, metió todo en un saco y enrumbó a su casa pensando para sus adentros «el animita del callejón fe Guan quería probar el valor  de los campesinos lugareños.»    



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LA PIEDRA DE MORTERO

LA PIEDRA DE MORTERO



  En las afueras de mi pueblecito natal Tamarindo, cercano al Cementerio «Santo Domingo de Guzmán», existe un  cerro llamado «El cerro de la Piedra de Mortero». Su peculiar nombre se debe a que en la cima del mismo hay dos enormes rocas sobrepuestas, una encima de la otra y por efectos del paso del tiempo y la erosión, al mirarlas de lejos parecen tener ía forma de un gigantesco mortero «batán» o de un sombrero de copa. Dichas piedras tienen en la base una enorme grieta, a manera de entrada hacia un camino secreto, y quienes la conocemos y hemos escuchado de niños tantas historias de encantos y hechos sobrenaturales intuimos que puede ser así, pues es un lugar sólido y lúgubre que inspira temor, aunque la razón y la lógica nos diga lo contrario.
De este famoso cerro se cuentan innumerables historias y es muy respetado por los campesinos del pueblo, que nunca cruzan solos dicha zona ya que se cree que tiene «poderes, encantos y entierros»; y que, cuando un campesino o un pastor anda solo por dicha zona, se le aparecen bellas jovencitas que entonando hermosas melodías lo seducen y con toda malicia lo encantan; lo hacen que pierda la noción del tiempo y que se dirija hacia la cima del cerro, ingresando en él como si tuviera una enorme puerta secreta que se abre; entran y no vuelven a salir jamás.
En período de lluvias, las lomas colindantes con el cerro de la Piedra de Mortero se cubren de hermosos pastizales donde pace el ganado caprino, que es el más abundante de la zona. Cuentan que, en una oportunidad, un pastor conocido en el pueblo como «El Pinis», al promediar las seis de la tarde, retornaba con su ganado caprino. Su rebaño, como un batallón militar en completo orden, avanzaba hacia el pueblo; él caminaba tranquilo detrás de sus cabras, cuando de pronto, sin comprender de dónde, apareció frente a él el más hermoso ejemplar cabrío, nunca antes imaginado; era un soberbio animal de color negro. Con grandes cuernos y barba y que no pertenecía a su ganado. El animal se le cruzaba en su camino, como si lo retara a atraparlo; se acercaba a pocos metros de distancia de él tratando de llamar su atención, hasta que «El Pinis» se decidió a seguirlo con el fin de agarrarlo, dejando que su propio ganado siguiera su ruta solo. Entonces empezó un juego macabro, ya que cuando parecía que ya atrapaba al animal y se tiraba para cogerlo, éste retrocedía y retrocedía alejándose de su cazador y se acercaba también provocándolo a la vez. Estos intentos se repitieron una y otra vez. Hasta que, en un momento de lucidez, «El Pinis» reacciona volviendo la vista hacia el camino del pueblo y se da cuenta que se estaba alejando cada vez más, ya no veía a su ganado y estaba cercano a las faldas del cerro de la Piedra de Mortero... y el cabrío, en un momento de distracción, desapareció sin dejar rastros. Las piernas de «El Pinis» flaquearon y la piel se le erizó por el miedo de encontrarse solo. Se le vinieron a la mente las innumerables historias sobre encantos que se contaban en el pueblo, se arrodilló y a grandes gritos se puso a rezar implorando a Dios que le permitiera volver con su familia; recobrando el aliento empezó a correr con todas las fuerzas que sus piernas le permitían. Llegando cerca al cementerio alcanzó a divisar a un grupo de personas que retornaban de un sepelio, quienes al verlo tan asustado y que casi no podía hablar le preguntaban qué le había pasado y, al verlo solo sin sus cabras, imaginaban algunos que de repente lo habían asaltado los cuatreros. «El Pinis», como pudo, fue recobrando el aliento y logra narrar lo que le había sucedido en el cerro de la Piedra de Mortero con el enorme cabrío negro.
Los dolientes al verlo tan asustado lo reconfortaron dándole ánimos, así mismo otros le decían que había tenido mucha suerte pues el encanto o la cosa mala, el Diablo, se lo había querido llevar, y le recomendaron entre dientes que se confesara al curita en la iglesia del pueblo, que asistiera siempre a las misas y rezos que se hacían, pues algo malo de repente escondía y era su conciencia la que lo atormentaba y lo hacía delirar y ver visiones....
En el pueblo se hizo más fuerte aún el rumor sobre los «encantos y cosas malas» que podían pasar cerca al cerro de la Piedra de Mortero si una persona se encontraba por casualidad sola por esos lugares.

Y hoy, en mi pueblo, aún se escucha de vez en cuando a una viejecita o viejecito contar estas historias tan fantásticas a sus nietos, y escuchándolos evoco en mi memoria mi infancia y creo verme sentado frente a mi abuela rogándola para que me cuente más y más historias de encantos, ánimas y duendes,...
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Mi burrito negro




Mi burrito negro



Contaba mi padre, que cuando nació mi hermano mayor José Luis —su primogénito— allá por el año sesenta, el primer nieto de mi inolvidable abuelo Miguel Medina, a quien conocían en el pueblo como «El Mono», por su carácter bonachón y palomilla, éste le regalo un pollinito recién nacido; este animalito era muy peculiar, pues era de color negro retinto, sólo tenía blanco el hocico y la parte baja de la panza; un regalo por demás valioso en el campo, pues un burro es de mucha ayuda en el transporte de carga de las cosechas de la chacra y para halar el arado y preparar los campos para la siembra.
Conforme pasaban los años, mi hermano crecía y, paralelamente también, el burrito negro, que llegó a ser un hermoso ejemplar, bastante desarrollado y obediente; pues al escuchar el silbido de mi hermano, cual si fuera un perro, trotaba hacia donde él se encontraba. Era la envidia de los chacareros vecinos, por su porte y garbo al caminar, así como por su fortaleza a la hora de arrastrar el arado o transportar sobre su lomo los sacos de camotes, choclos, sandías o zapallos de la chacra hacia la casa; los cargaba como si se tratara de sacos de paja seca. En el campo, todos querían tener crías de «Lupo», tal era el nombre que le habíamos puesto a nuestro burrito negro, y lo llevaban a sus burras para mejorar la raza; algunos campesinos creían que mi burrito Lupo era burro «hechor» —cruce de caballo con burra— por la talla, fuerza y, además, por su pelaje brilloso y negro retinto (azabache).
Pasa el tiempo y tenía yo unos ocho años de edad cuando ya montaba al anca a mi burrito negro junto con mi hermano Lucho; nos íbamos a la chacra a cortar leña o a recoger pasto verde de «elefante» y sudán para las vacas lecheras, y era toda una odisea, ya que nuestro burrito era muy «garañón», y teníamos que ir muy bien agarrados al sillón, ya que de pronto emprendía veloz carrera detrás de alguna burra de las chacras vecinas; y en más de una oportunidad no respetó la jáquima, el freno, ni la «algarrobita», un fuete de cuero que siempre llevábamos para guiarlo cuando se ponía especial.
Mi hermano creció y llegó a terminar la secundaria, se fue al Ejército a servir a la Patria, y me quedé solo con mi padre, quien trabajaba todo el día en el molino de arroz, en los quehaceres de la chacra; y yo, por ley, tenía que montar a mi burrito negro -que en más de una oportunidad me dejó caer— para ir a cargar agua al río Chira o para recoger la leña y el pasto.
Transcurre el tiempo y, en el pueblo, «Lupo» ya tenía varios retoños, pero ninguno era en todo parecido a él, sólo el color negro le heredaban; hoy en día, estoy convencido que mi burrito era único, era especial, que no hubo, no hay, ni habrá otro ejemplar como éste.
Un día, en la chacra y al atardecer, mientras dormía la siesta debajo de un algarrobo, tuve un sueño premonitorio. Desde hacía varios días, había notado a Lupo un poco decaído, ya no quería casi comer, pero igual cumplía con su tarea de llevar el pasto sobre su lomo sin pujar, ya casi no rebuznaba. Soñé que cabalgaba sobre Lupo con dos tercios de taralla de maíz verde y fresca; de repente, Lupo se detiene en seco y virando el cuello hacia mí, para mirarme, me habla diciéndome: «Yo cargo todos los días el pasto, el agua, la leña y siempre como paja o taralla secas, nunca me has dado hierba fresca ya que siempre se la han echado a las vacas y cabras lecheras; hoy en la tarde ... quiero un poco de taralla verde». De pronto, asustado, me desperté del sueño y procedí a recoger la taralla recién cortada para cargarla sobre Lupo y regresar a casa; eran casi las seis de la tarde, cabalgaba reflexivo, pensando en el misterioso sueño. La hora de echar pasto había llegado, distribuí para las vacas, las cabras lecheras, las ovejas y, recordando el sueño de la tarde, le eché un poco de taralla verde y fresca a Lupo, el cual como agradeciendo me miró, paró las orejas e intentó rebuznar...
La noche llegaba con su manto misterioso y la penumbra total invadía el ambiente; con mis padres y mis hermanas cenamos a la luz de la lámpara de kerosene, ya que no había luz eléctrica en el pueblo. Por aquel entonces, transcurría la década del setenta; después de escuchar las noticias en la vieja radio Sanyo a pilas y de escuchar algunas historias de duendes, animitas en pena y de brujas, que mi padre solía contamos a solicitud nuestra, nos fuimos a dormir....
En el campo, el día empieza muy temprano para los campesinos, a las cinco de la mañana. Como de costumbre, me levanté muy prontamente para ir al corral, a ver si habían parido las cabras o las ovejas y sacar la leche a las vacas para ganar tiempo al día. Muy presuroso, paso cerca donde estaba echado Lupo, sin percatarme en un primer momento que no había comido nada. Estaba ordeñando las vacas cerca y descubro que no se movía, lo miro detenidamente, dejo de lado el balde con la leche y me acerqué a él, lo llamo, lo muevo con el pie, pero nada, estaba tieso... Grite con todas mis fuerzas:
—¡Papáaa, papá! ¡Ven pronto, papá!
Mi padre llegó corriendo donde me encontraba, mientras yo lloraba a gritos y le decía:
—¡Papá, papá, se murió Lupo! ¡Se murió, papá!
Mi padre, un hombre formado en los avatares del campo y la vida dura, no ocultó su pena y un par de lágrimas rodaron por sus mejillas; más aún cuando entre sollozos le conté el sueño que había tenido la tarde anterior en la chacra; suspirando le decía:
—¡Papá, yo lo sabia, Lupo se iba a morir y no te lo dije, papá, ¡yo lo sabía! ¡Perdóname, perdóname!
Mis hermanas y mi madre, al escuchar los gritos, salieron corriendo al corral; nos vieron a mí y a mi padre arrodillados junto a Lupo, tratando de reavivarlo, pero era inútil: estaba muerto... Todos sollozábamos, pues de una u otra forma, todos le teníamos un cariño especial. Con la ayuda de los vecinos arrastramos a mi burrito negro hacia un descampado cerca de la loma, cavamos un enorme hueco y lo enterramos; pues, hasta los vecinos comprendían el cariño y respeto que le teníamos a Lupo, qué íbamos a permitir que las aves carroñeras —gallinazos y buitres—o los perros callejeros lo devoraran...Y como si fuera un ser humano, después de enterrarlo, amarramos dos palos formando una cruz y la paramos sobre su tumba...
Hoy, a pesar del largo tiempo transcurrido, cuando por algún motivo, todos los hermanos, que viven ya fuera del pueblo, que están casados y con hijos y hasta con nietos, nos reunimos en familia, en la casa de nuestros padres en el pujante Distrito de Tamarindo, —donde gracias a Dios aún viven— nos ponemos a recordar nuestra infancia y adolescencia; y es tema significativo hablar de nuestro burrito negro, y nos conforta aún ahora el decir que: «¡Como Lupo no hubo ni habrá jamás otro igual, seguro que no!»


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EL SANTO PAPITA

 
EL SANTO PAPITA



En el distrito de Tamarindo, Provincia de Paita, Región Piura, Perú, se rinde culto al santo más pequeño de la región y del Perú y sin temor a equivocarme tal vez del mundo:
El santo papita,  San Pedro, cuya estatura no pasa de los 8 centímetros. Según la historia, en el caserío de Vista Florida, un agricultor llamado Juan Cortez Prieto tenía una casita de carrizo con barro y techo de totora. Este campesino trabajaba en una hacienda situada en la jurisdicción del Distrito de Amotape y para dirigirse a sus faenas acortaba camino cruzando los cerros.
Cuenta que diariamente después de la jornada de trabajo reposaba casi a la mitad de camino, agotado extendía su alforja debajo de una gran piedra y ahí tendía su cuerpo cansado, esta rutina la cumplía todos los días.
Un buen día después del merecido descanso estaba recogiendo sus cosas cuando se percata que al costado de estas se encontraba una estatuilla con la imagen de un santo  que en un principio y luego de mirarlo pensó que era un san Antonio. Absorto en sus pensamientos, optó por acomodarlo en un lado de su alforja y dirigirse a su casa para mostrarlo a sus familiares.
A la hora de cenar se acuerda del hallazgo de la tarde y va en busca de la diminuta estatua de lo que él consideraba un santo para mostrársela a su madre quien luego de verlo sugirió que lo introduzca en una olla de barro y colocarlo debajo de una tarima de barro, que era su cama para protegerlo de la intemperie.
Transcurre el tiempo y a principios del siglo XX se produce un periodo lluvioso y la familia de Juan Cortez fue la más afectada, lo perdió todo debido a la fuerzas de las aguas que formaron torrentosas quebradas. La familia Cortez desesperada por este desastre  decide rescatar algunas de sus  pertenencias, siguiendo el cauce de la quebrada buscan entre el barro los palos y las piedras y la corriente de las aguas, algo que les sea útil.
Pasado el temporal Juan se acuerda del santo que había depositado en la olla de barro que en un extraño pensamiento hace que cada día después de retornar del trabajo en vez de descansar se dedicaba a buscar la olla con la estatuilla del santo que había guardado
Un buen día en que ya anochecía caminaba ensimismado en esta tarea, cuando se percata de una extraña luz intermitente  a lo lejos de un recodo de la quebrada que parecía hacerle señales. Con gran curiosidad se acercó temeroso para saber de que se trataba, dándose con la sorpresa  que se trataba de una botella de vidrio con tapa y dentro de ella la imagen que había guardado en la olla de barro.
Muy emocionado lo recogió y se dirigió a su hogar comprobando en el trayecto que la estatuilla del santo se había mantenido seca durante las fuertes lluvias. Este creciente rumor sobre la extraña aparición del santito y la forma y circunstancia de cómo había sido encontrada  corrió como reguero de pólvora entre los moradores de todo el caserío considerándolo como algo sobre natural.
Dada las circunstancias del hallazgo la población empezó a creer que se trataba de una  efigie milagrosa, desde entonces empezaron a rendirle culto en la zona y vecinos de las  dispersas ramaditas, en aquel entonces de Vista Florida.
 
 
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